martes, 27 de octubre de 2009

Cuéntame un cuento

Había llegado allí porqué la situación era insostenible. Tras una tarde sentado delante del ordenador a modo de Pinocho ya que su apéndice, no precisamente el nasal, le crecía a medida que iba conversando con ….la pantalla de su ordenador. No sabía bien si era, al igual que Pinocho, por las mentiras que contaba o por la velocidad con que su cerebro procesaba lo que aparecía en la pantalla de su ordenador. Cuando había testeado a todos los nicks sugerentes del chat, e incluso a los que no le decían nada, comenzó con el cuento de la lechera, es decir, saldría de casa, se dirigiría a esa área que frecuentaba, llegaría, aparcaría y encontraría no uno ni dos sino tres maravillosos machos con los que haría todo aquello que había visto en la película que disfrutó después de comer. Con esta idea en la cabeza se dispuso a vestirse con aquellas ropas que él creía, como la ratita presumida, que más paquete le marcaban, mejor culo le hacía y más disimulaban su incipiente barriga cervecera producto de su abandono físico y escaso culto al cuerpo, más que fuese por salud. Así creyéndose ser el cisne que aparece tras horas de sentirse el patito feo se dispuso a bajar al garaje para sacar su maravilloso coche último modelo adquirido mediante renting por la empresa en la que trabaja, obviamente este dato no es indispensable compartir con nadie ya que lo importante, según él pensaba, es la apariencia y ese coche indicaba cuán triunfador era de esta forma no se sentiría la cenicienta del área de descanso. Sin necesidad de seguir los garbanzos que hubiera dejado a lo largo de la ruta hacia el área de descanso, tal y como hizo Garbanzito en el bosque, ya que disponía de un navegador de última generación dispuesto en el salpicadero en un lugar destacado a la vista desde muchos ángulos del exterior, abonado en doce cómodas cuotas sin intereses en esos grandes almacenes que todos conocemos, se dirigió hacia las afueras de la ciudad mientras, al igual que la lechera, ya creía que le estaban esperando en fila, numerados y en perfecto estado de revista una cuadrilla de hombres que asenderearían todas sus necesidades. Durante el trayecto se le iba dibujando una sonrisa propia de aquellas personas que se dirigen hacia el país de Nunca jamás que tan bien nos mostró Peter Pan. Ni Mary Poppins hubiese hecho acto de presencia con tanto glamour, caía la noche y sus maravillosos faros de xenón alumbraban el aparcamiento del área de descanso con una intensidad propia del faro de Alejandría en busca, primero, de un lugar donde aparcar y, después, en busca de la escuadrilla de machos que le estaban esperando. Metro a metro se fue dando cuenta que el aparcamiento estaba completamente a su servicio, todas las plazas vacías, no se habían enterado que él iba a llegar o quizá, siendo esta la más acertada, el flautista de Hamelín había pasado y encantando al escuadrón lo había sacado de allí, así que a modo de Blancanieves cerró sus ojos a la espera de que apareciera su príncipe que, no precisamente besándole, le despertará. Abatió el respaldo del asiento e intentó encontrar una postura que le permitiera relajarse y aguantar la espera, que pensaba sería corta ya que en esa área de descanso siembre había una población flotante alta, pero en la búsqueda de esa postura ideal algo le incomodaba, se sentía como la princesa y el guisante ya que por más que miraba que podía ser lo que le molestaba no veía nada, hasta que finalmente encontró un trozo de papel con un número de teléfono que estaba entre el respaldo y el asiento y que al abatir se había movido hacia la parte central del mismo, claro que con esos calzoncillos de casi seda y esos pantalones que tan buen culo le marcaba, notaba el contraste entre el cuero del asiento y la rigidez del papel y le molestaba, máxime cuando la tensión que tenía acumulada en la parte delantera había desaparecido ante la soledad del lugar al que con tantas esperanzas había llegado. Tras mirar en su pda a quien correspondía el número y ver que no le había guardado pensó que correspondía a alguien que no era importante, así que bajó la ventanilla y lo tiró fuera. En ese momento se dio cuenta que entraba al área de descanso un coche, se incorporó y retomó su vaquería pero ya en la fase de industrialización de los quesos. El coche aparcó a escasos metros de él, era un modelo antiguo, de los que tienen la matrícula sin letra, pero que no era un clásico ya que ni el plan renove lo aceptaría, se abrió la puerta y bajo un muchacho en chándal y con zapatos, algo que a priori le escandalizó. Paseó por delante de su coche mientras encendía un cigarro. Unos minutos más tarde, y a la vista que no llegaba nadie más, nuestro protagonista decidió salir de coche, y acercarse hacia el chándal con zapatos. Tras la típica conversación de Hola, que tal, buena noche, donde vas y demás, decidieron alejarse del área de descanso hacia un lugar que el chandalero conocía que era más discreto. Tras una sesión de ejercicios, y no precisamente espirituales, en los que había descubierto lo que se escondía bajo el chándal, y más acertadamente las artes que el dueño tenía superando a cualquier promesa que le hubiesen hecho aquella tarde mediante el ordenador, en ese momento en que uno fumaba el cigarro y el otro pensaba que el hábito no hace al monje, mientras se ponía los calzoncillos casi de seda comenzaron a hablar y nuestro protagonista le dio su número de teléfono a lo que el otro contestó que el suyo ya lo tenía, que se lo había dado hacía unos meses cuando, por motivos de tiempo, se habían hecho un servicio rápido en ese mismo área de descanso de madrugada y que al no haberlo llamado pensó que pasaba de él, de todas formas le dio el número, y mientras iba cantando las cifras a modo de niño de San Ildefonso, nuestro protagonista se daba cuenta que era el mismo número que había en el papel que había tirado hacía una hora y media que no le dejaba estar cómodo...

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